domingo, 15 de julio de 2007

20.- "Bailar con la más fea"

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Mi Diario a dieciocho de octubre de 2003. Sábado.
BODA de Isabela y Juan Carlos.
Cinco meses después del Cursillo.

Mi Diario 11 de noviembre de 2003. Sábado.
Aunque no hubo reunión del grupo, Elena nos entregó, con el permiso de los novios, esta preciosa carta de Carlos a Isabela y Juan Carlos con motivo del día de su Boda, para que la rumiáramos hasta nuestro próximo encuentro.

“Bailar con la más fea.”
BODA DE ISABELA Y JUAN CARLOS.

Querido Juan Carlos y mi muy querida Isabela:
Hace muchos años, demasiados quizás, conocí a otro Juan Carlos. Aún recuerdo, el día que le conocí cuando aún era un crío. Creo que se preparaba para la Confirmación, tendría catorce o quince años, y mi Párroco, Don Juan Ramírez, me pidió que fuera a darles una charla a su Parroquia, en Santa Brígida, sobre el Amor.
Llevaba un yérsey azul marino, creo, y se sentó en las primeras sillas. No se perdía palabra. Parece que se iba bebiendo, sorbiendo mi charla. Me hizo cien preguntas al terminar pero recuerdo, quizás por eso le recuerde, que me hizo una que no es frecuente entre los chicos tan jóvenes.
El amor ¿exige sacrificio? Si es tan hermoso y te llena tanto el corazón ¿porqué ha dicho que a veces hay que sacrificarse y mucho, para hacer crecer el amor?
No nos volvimos a ver pero mi Párroco, Don Juan, me entregó días después un pequeño sobre y en él iba una pequeña misiva suya.
Eran los años de las reuniones de chicos y chicas en casas de los padres y de los padres de los amigos, aún la chiquetería de doce años no iba a las discotecas, y me contaba sus “aventuras amorosas” y sus primeros escarceos con el sexo femenino. “Las niñas, las chicas,” como las llamaban entonces.
Había un párrafo en su carta, Juan Carlos, que aún recuerdo casi de memoria. Decía así:”En los guateques de los amigos y amigas que nos reunimos en la Urbanización, casi siempre en algún garaje habilitado para ello, y con las vueltecitas discretas de los padres de la niña de turno, dueños “del salón”, asomaban la cabeza, tenéis bastantes refrescos y bocadillos, y casi sin esperar respuestas desaparecían de nuevo, “ya habían fisgado el ambiente reinante”, en esos guateques, digo, siempre me toca bailar con la más fea.
La más feita se quedaba sentada muy derecha, como le decía su mamá que había que sentarse, o apoyada en la pared, mientras sus ojos se iban envidiosos tras sus amigas que bailaban como peonzas entre los brazos amorosos de los chavales más monos y conquistadores, y a veces también un poco pulpos. Toda emperifollada con su trajecito monisímo y bien bordado pero menos atractiva que un día de visita con tus padres a casa de unas tías solterones, besucones y melosas.
A fin me acercaba y la invitaba a bailar. Su boca era todo sonrisa y tenía que hacer lo indecible por darle a entender que bailaba a gusto con ella pero que yo estaba enamorado de otra. Me gusta “Isabela”, tu amiga, y me gusta bailar contigo porque eres su amiga y se lo dirás. Además seguro que le doy un poco de celos al bailar contigo y que creas que me intereso. Más era por no crear lazos de ilusión que por rechazo a una y atracción a otra.
Y así a veces un baile y otro y toda la noche. Procuraba ser ocurrente, no poner cara de aburrido y parecer que estaba como unas Pascuas.
Cuando me acostaba por la noche, pensaba que aunque yo no me hubiera divertido mucho, tampoco lo pasaba mal, alguien se dormiría feliz al no haberse visto rechazada toda la noche.”
Luego me contabas otras muchas cosas. Y dos preguntas. ¿Es esto el sacrificio que tú decías que a veces exige el amor al prójimo? El amor de amistad, pues no estaba nada enamorado de ella, ¿puede llevarte a fastidiarte tú un poco, a no bailar con Isabel cuando lo estabas deseando y a bailar con la más fea toda la noche? Y así terminaba la carta.
Le conteste que sí y que su amor, cariño y amistad por los de su panda y por los demás si era así con todos, era muy hermoso y que en el silencio de la renuncia, aceptada con alegría, puede haber mucha felicidad y puede quedar el alma muy llena.
No nos volvimos a ver. No supe nada más de él en la vorágine de tantas cosas siempre urgentes que hacer y de tantas personas esperando tu atención, tu amistad y tu ayuda o compresión.
Cuando entraste en el Cursillo y te sentaste en mi grupo no me di cuenta del parecido. Aquel niño que conocí, se habría convertido en un hombre, el catecúmeno en un novio, el novio en un esposo y el esposo en un padre de un hijo en edad de ser novio y esposo.
Pero cuando nos invitasteis a vuestra boda Isabel y tú, con tanto cariño, me di cuenta que los nombres de padre e hijo y de madre del novio y novia coincidían. Y como ya erais parte del grupo decidí ir, cosa que no suelo hacer por no contraer precedentes y tener que ir a todas, que me sería imposible.
Cuando llegó tu madre, Doña Isabel, y tú de su brazo, me di cuenta lo guapísima que era y es. Luego llegó Isabel, tu ya casi esposa, espigada, con su cara alargada y su mentón contorneado, estilosa, y vestida de blanco, yo que casi nunca me fijo en esas cosas para las que soy un desastre, “estaba muy guapa y elegante” y de ahí no paso, me fijé en cada detalle. Con el cariño que tú sabes le tengo y con la gran amistad que hemos llegado a tener en el grupo.
Tu padre, alto, metido en el “disfraz” de la ocasión, el chaqué, estaba elegantísimo y se le veía muy orgulloso de su mujer e hijo.
Bien, acorto. En el aperitivo del cóctel, antes de la cena en la que estuvimos juntos al resto de los matrimonios-novios del grupo, pude hablar un momento con tus padres. Salió a colación cómo os conocisteis Isabel y tú y los años que llevabais ya dentro de ambas familias el uno y el otro, pues erais novios desde los quince o dieciséis, y vecinos de la misma Urbanización en Santa Brígida. Luego compañeros de Colegio, los Jesuitas, y al fin de Universidad.
Y entonces tu madre dijo: Juan Carlos mi marido y yo también nos conocimos desde pequeños en la misma Urbanización. Íbamos a los mismos guateques juntos, las discotecas de entones, y Juan Carlos siempre bailaba “con la más feita.” Tanta bondad, tanta alegría, que desbordaba para que los demás fuéramos felices y lo pasáramos bien, me enamoró profundamente de él. El físico es muy atrayente, sobre todo cuando se es quinceañera, pero la bondad de corazón mucho más. Si Juan Carlos es capaz de hacer todo eso por sus amigos, qué no será capaz de hacer por su mujer y sus hijos.
Y añadí en voz alta: y así fue como Juan Carlos, sin buscarlo, aunque muy enamorado, consiguió a su Cenicienta, la más bella de la Urbanización, su Isabel. De ese niño, ya entonces muy hombre, guardo yo una carta de sus tiempos de catecumenado. Juan Carlos, te dije, la carta que yo guardo es de tu padre y voy a enmarcarla y a devolvérsela para que te la regale y siempre te mires en ella. Ahora sé de donde te viene tanta bondad, de tu padre. Ahora sé porqué buscaste a Isabel hasta encontrarla, igual de bella que tu madre. Por el ejemplo de tu padre. Ahora sé porqué valoras tanto el amor y la entrega. Por cómo lo valora tu cariñosa madre.
¡Cuán pequeño es el mundo a veces y qué abrazo nos dimos tu padre y yo, Juan Carlos, al saber cuantos años hacía que nos conocíamos, que éramos amigos y que en un pedazo de papel con letra de joven se había guardado tanta amistad y tanta generosidad!
Muy alto te ha puesto el listón tu querido padre, Juan Carlos. Pero yo sé que con la ayuda y el amor de Isabela, y el amor de nuestro Dios, tú lo pasaras e Isabela contigo.
Un abrazo fuerte para los dos.
Carlos.

Mi Diario a doce octubre de 2003.

Boda de Isabela y Juan Carlos.


Isabela iba preciosa. Como es alta y espigada, el traje de novia blanco le hacía todavía más “tiposa” y atractiva. Un peinado muy atrevido y un velo muy largo, para su altura, le hacía de espalda una figura casi mítica. Llevaba sobre su cabeza una corona de rosas blancas muy pequeñas y muy trenzadas a manera de un pequeño casquete que le hacia aún más alta si cabe.
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